Nevermind

Nevermind

Incluso ahora, años después de sentir su poder por primera vez, el coro de “Smells Like Teen Spirit” aún suena demasiado peligroso (ruidoso, feo y trastornado) para el mainstream. Sin embargo, el inicio de Nevermind no sólo marcó un avance para el trío de Seattle, sino que transformó la cultura popular de una forma que no hemos visto desde entonces. De un momento a otro, el punk se convirtió en pop; el grunge, en lengua vernácula global; los muros de la industria, en escombros y Kurt Cobain fue ungido como la voz de una generación que necesitaba catarsis. Pero lo que hace especial al segundo álbum de Nirvana es su inocencia. Por más inquietante y corrosivo que pueda ser, nunca fue a expensas de la melodía, el talento en la composición o su humanidad. En realidad, la vieja guardia todavía estaba sana y salva: tanto el Black Album de Metallica como los dos volúmenes de Use Your Illusion de Guns N’ Roses salieron a las pocas semanas de Nevermind. Y aunque el disco se vendió tan bien como estos (incluso desplazando a Dangerous de Michael Jackson como el más vendido en Estados Unidos por un breve periodo en 1992), la influencia de Nirvana se extendió mucho más allá de los números, abriendo un camino para generaciones de artistas con una visión del futuro que se puede rastrear de Radiohead a Billie Eilish. No se presentaban a sí mismos como dioses del rock, sino como mortales corrientes (y muy sensibles). Como alternativa al pin up con pantalones de cuero, ofrecieron el orgullo feminista (“Territorial Pissings”). En vez de una balada, entregaron algo frágil y crudo (“Polly”, “Something In the Way”). La angustia de Nirvana no sólo se manifestó en las letras, sino también en la forma en que las entregaron. La sabiduría o la furia de Cobain no habrían resonado de manera tan trascendental si no fuera por la habilidad y talento que ayudan a que se asimilen con mayor facilidad.

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